Autor: Robert Stone (1937-2015)
Título
original: A flag
for sunrise (1981)
Traducción: Alberto Miralles
Cubierta: Domingo González
Editor: Ultramar Editores (Barcelona)
Edición: 1ª ed.
Fecha de edición: 1983-02
Serie: Best seller #240
ISBN: 978-84-7386-322-3 (84-7386-322-4)
Depósito
legal: NA-102-1983
Estructura: 43 capítulos
Información sobre impresión:
Fotocomposición:
Cucurella, I.G. - Manresa.
Impresión:
Gráficas Estella, S.A., Estella (Navarra), 1983.
Información de cubierta:
El mundo corrupto y amenazante de una pequeña república
Centroamericana, de la mano de un nuevo Conrad, de un Ross MacDonald.
Información de contracubierta:
Las
principales líneas narrativas de esta novela de Robert Stone convergen en la
pequeña y corrupta República Centro-americana de Tecán. En una decadente
parroquia de la costa, el cura se refugia en el misticismo y en el ron,
mientras su ayudante, una monja joven y norteamericana, está a punto de caer en
una resignada desesperación. Holliwell, un antropólogo norteamericano, se
encuentra en la misma situación que su compatriota, al aceptar de mala gana una
difícil misión obligado por siniestros conocidos en los lejanos días en que
ejerció de “consejero”. En la misma costa, un técnico de radar, drogadicto en
estado peligrosamente avanzado, está a punto de aceptar un nuevo trabajo como
marinero de cubierta en un bote a motor demasiado bien equipado y poderoso para
ser el barco de pesca que aparenta.
Alrededor
de estos personajes se mueven una galaxia de sombras del submundo: traficantes
de armas, revolucionarios profesionales, periodistas, agentes caídos,
diplomáticos de tercera fila con línea directa a Langley, una policía
desesperada y brutal...
Corren
rumores de que un asesino psicópata anda suelto, y de que las centelleantes
aguas del mar cercano cubren escollos y profundidades que pudieran ser las
tumbas provisionales de innumerables horrores... Nada en Tecán es lo que
parece: nos hallamos en un mundo sometido a una amenaza constante que puede
convertirse en una súbita, fea y triste realidad. Los protagonistas, mientras
se mecen mórbidamente en la ruina de sus ilusiones, al borde del descontrol, se
encuentran entrampados en una acelerada espiral de violencia: el gusto del
poder, las esperanzas de la revolución, la codicia por el botín, todo conduce
inexorablemente al mismo final terrible.
“Como
Conrad, Robert Stone tiene la habilidad de envolver en acción rápida y violenta
el sobrio material de fondo de sus libros... Se trata del primer escritor de su
generación. Jeremy Brooks. Sunday Times.
Información de solapas:
Robert
Stone nació en Brooklyn, creció en el West Side de Manhattan, sirvió como
periodista en la armada de los EE.UU., y más tarde en la marina mercante en el
Caribe. A principios de los años sesenta vivió en Nueva Orleans y en la zona de
la bahía de San Francisco. Con su primera novela consiguió el premio de la
fundación Houghton Mifflin. A Hall of Mirrors fue llevada al cine con el título de Un
hombre de hoy con Paul Newman. En 1970
ganó una beca Guggenheim. Su segunda novela Dog Soldiers, también pasada al cine por Karel Reisz,
ganó el Premio Nacional de Narrativa en 1975. Sus narraciones han aparecido en
numerosas publicaciones, especialmente en Los mejores cuentos americanos de
1970. Trabajó en Vietnam del Sur en 1971
y escribió sobre aspectos de la guerra en varias publicaciones.
Algunas
críticas a su obra:
“La
mejor novela que he leído este año... Se lee como un relato moral al estilo de
Conrad, sobre la herencia de corrupción que la guerra del Vietnam ha legado a
América, o simplemente como un relato de Ross MacDonald...” A. Alvarez, Observer.
“... el
libro de un escritor de raza”. D. May. Listener.
“... una
parábola de degeneración moral, de la ruptura de los valores del mundo
civilizado”. M.G. McNay. Oxford Mail.
MI COMENTARIO:
Una obra maestra. Una de las grandes novelas
norteamericanas. La cumbre de ese género de viajeros/espías del Primer Mundo
metidos en problemas en países del Tercero, que va desde Joseph Conrad hasta
Graham Greene. Me quedo corto en buscarle calificativos a Banderas al amanecer. Harold Bloom hizo bien en incluirla en su
canon occidental.
Frank Holliwell, un antropólogo sobreviviente
de la guerra de Vietnam (donde actuó como informante de la CIA), recibe el
pedido de Marty Nolan, un amigo que trabaja en los servicios secretos para viajar
a Tecán, un país (imaginario) de Centroamérica (una mezcla de Honduras y
Nicaragua) e informar sobre la situación de una misión religiosa de los
devocionistas norteamericanos. Nolan sospecha que sus integrantes pueden estar
participando de peligrosas actividades políticas. Renuente al principio,
Holliwell finalmente acepta. En su viaje, se encuentra con personajes
misteriosos que, a pesar de las apariencias, evidencian sus vínculos con
poderes siniestros. En Tecán se está por producir una revolución comunista,
apoyada por la Unión Soviética. Holliwell intuye que se está metiendo en
problemas, pero este país se parece mucho al Vietnam que no puede olvidar.
Quizás pueda encontrar allí una salida a ese pasado sangriento donde dejó sus
ideales.
Paralelamente, Pablo Tabor, un operador de
radar de los guardacostas del sur de EEUU, en medio de un ataque de locura,
mata a sus perros, abandona a su mujer y su hijo pequeño, y cruza la frontera
con México, dirigiéndose al sur en busca de un nuevo comienzo, harto de una
vida a la que siente manipulada. Lo hace atiborrado de drogas, que para él son
como el oxígeno mismo. En Compostela, un país vecino a Tecán, se une a un
equipo de traficantes de armas que, con un barco camaronero preparado para tal
fin, se dirige a proveerlas a los insurgentes.
La otra línea narrativa se concentra en
Charlie Egan, el sacerdote alcohólico que dirige la misión, y la joven monja
Justin Feeney, que se enfrenta a una fuerte crisis de convicciones, que
resuelve acercándose a los revolucionarios y ayudándoles en su ataque final, a
pesar de estar vigilada por la policía de la región.
Los recorridos de Frank y Pablo están llenos
de alcohol, drogas, deseo, miedo y divagaciones sobre el mundo y su locura. Se
van desatando nudos que liberan monstruos en la mente y la naturaleza, como
cuando Holliwell siente la presencia de un tiburón en la visita a un arrecife
de coral, o Pablo tiene una de las conversaciones más locas de la literatura
con un traficante judío en plena agonía, donde entrevé la influencia de los
“mundos muertos” en el nuestro. Stone va superándose a sí mismo capítulo tras
capítulo: con una prosa poética, un ritmo casi musical y momentos de una
filosofía indefinible, los personajes aparecen y desaparecen, algunos vuelven,
otros no, pero todos son como las fibras de un tejido único, que no puede
entenderse del todo, pero que por momentos permite que el “ojo del mundo” mire
a sus pobres criaturas. Hay algo panteístico, místico y cósmico en toda la
historia, pero el destino no está fijado: cada uno lo puede cambiar, solo que
la mayoría no es capaz de aceptar el momento adecuado. La testarudez se paga
caro: en este juego reversible solo la muerte es capaz de llevarse todo. Puede
tener como premio acceder a “la verdad”, algo que para ese juego termina siendo
muy poco.
Viajaron
en silencio en medio del breve atardecer y de la noche. El fantasmal reflejo
del mar a la derecha; a la izquierda la oscuridad se componía de la masa de la
Sierra. Era un viaje al borde del abismo, entre cosas entrevistas e invisibles,
un viaje cada vez más tenso y preocupante para Holliwell. A través de umbrales
angostos logró distinguir fogatas de leños, también había fogatas en los campos
de caña de azúcar. A su lado, al volante, una mujer extraña de rostro helado
poseída por alguna fuerza tensa que a él le parecía en cierta forma abrumadora.
Pero allí todo era hermoso; el viento era lo que Dios había querido que fuera,
fresco y procedente del océano, sin haber sido mancillado por el tiempo. Brisas
menores se revolvían contra el impulso del viento del mar, llevando un olor a
yodo, a jacarandá, a flores que él conocía procedentes del otro lado del mundo:
me-iang, ving, ba,
el olor de las villas de Ban me Thuot, aceite de cocina, excrementos, incienso,
muerte. El olor del mundo convulsionado. Guerra.
En ciertos momentos, Stone da fe de lo que él
considera la derrota cultural de Occidente en mejorar las condiciones de vida
del Tercer Mundo, y de su hipocresía en el uso de gobiernos y aparatos de
seguridad para mantener algún control en esos países. Más que una crítica, simplemente
da la evidencia de un destino inmanejable:
—A esta
gente no le gusta ser pobre, Holliwell [dice Heath, un
espía inglés]. A nadie le gusta. Vamos a
enseñarles a avergonzarse de ser pobres y eso es algo nuevo, sabe.
—Ése es
el estilo norteamericano —dijo Holliwell.
Heath
resopló: —No me gusta ver a un hombre criticar a su país. Menos en el extranjero.
—No
estoy criticándolo. Creo que lo mejor que tiene mi país no es exportable.
El señor
Heath no lo escuchó. —Todos nos estamos retorciendo nuestras malditas manos,
eso es. Lo hemos hecho desde la guerra. Pidiendo perdón y aceptando y dando
cosas y no hemos salvado ni una vida negra, parda o amarilla por hacerlo. Queremos
que nos destruyan, sabe. Y eso nos ocurrirá.
Los protagonistas terminan por confluir en la
misión. Cada uno encuentra su propia verdad, hasta hay lugar para ensayar un
sentimiento llamado amor. Pero no hay revolución sin sangre, y la sangre corre,
una vez más sin ganadores. Los últimos capítulos son simplemente terribles,
dolorosos, pero el autor no se conforma y lleva su poder narrativo hasta el
final, donde la esperanza paga su fianza a los viejos dioses mayas, habituados
a los sacrificios humanos.
Robert Stone murió en enero de este año,
dejando una de las obras necesarias para entender un periodo tan tremendo como
el que giró alrededor de la guerra de Vietnam. No puedo creer que esta novela
solo haya aparecido en español en esta edición de Ultramar. Malditos editores.
4 comentarios :
"el antídoto perfecto para Cien años de soledad y toda la camarilla inflada del realismo mágico."
Pues a mí me gustan las de espías pero también el realismo mágico. Debo de ser un traidor o algo.
Jeje, un agente doble en todo caso.
No digo que hay que dejar al realismo mágico, sí desinflarlo, sacarlo de la centralidad cultural que goza en Latinoamérica.
Ni hablar. Nos guste o no, García Márquez y Asturias valen tanto como Greene o Le Carré. Y si queremos que el género de espionaje sea tan culturalmente central como los primeros, enumeremos sus virtudes (y admitamos sus defectos), no ataquemos a los demás géneros; eso nunca funciona.
Puede ser. Igual, el realismo mágico es un estilo, no un género. Y Asturias me parece más sincero que G. Márquez.
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