Autor: Gualterio G. Krivitsky
(1899-1941)
Título original: In
Stalin's Secret Service (1939)
Traducción: M.B.
Prólogo
y notas: Mauricio Carlavilla
Editor: Editorial Radar (Barcelona)
Fecha
de edición: [s.d.]
Descripción
física: 289 p.; 14,5x20 cm.
Estructura: introducción, 8 capítulos
Información
sobre impresión:
[s.d.]
Índice:
Introducción
Stalin
trata de agradar a Hitler
El fin
de la Internacional Comunista
La más
perfecta falsificación de dólares fue hecha por Stalin
La mano
de Stalin en España
La
O.G.P.U.
¿Por qué
confesaron?
Por qué
mató Stalin a sus generales
Mi
ruptura con Stalin
Introducción
del autor:
En los
comienzos de mayo del año 1937 tomé un tren en Moscú para volver a mi puesto en
La Haya, como jefe del Servicio Militar Soviético en la Europa occidental. Era
la última vez que yo debía ver a Rusia mientras Stalin fuese su dueño. Llevaba
sirviendo al Gobierno soviético cerca de veinte años. Hacía veinte años que yo
era bolchevique. Cuando subí al tren me senté en mi departamento, recordando la
suerte de mis colegas, de mis camaradas, de mis amigos —arrestados, detenidos
en los campos de concentración todos—. Ellos habían dedicado sus vidas por
completo a hacer un mundo mejor, y habían muerto en sus puestos, no bajo las
balas de los enemigos, sino porque Stalin así lo había querido.
¿Es esto
causa de respeto o de admiración? ¿Qué héroe o heroína de nuestra revolución no
ha sido muerto o eliminado? Pienso que muy pocos se han salvado. Todos aquellos
cuya integridad personal era absoluta cayeron bajo la acusación de “traidores”,
de “espías” o simplemente de “criminales”. Rápidamente pasaban por mi mente los
cuadros de la guerra civil, cuando todos aquellos “traidores” y “espías” hacían
frente a la muerte sin acobardarse, aquellos días arduos que fueron seguidos de
demandas de industrialización y de super-humanismo, de colectivización y de
hambre, cuando las raciones apenas eran suficientes para sostenerse. Y entonces
la gran depuración arrasó todo, destruyendo todo lo que con tantas dificultades
se había hecho para construir un Estado en el cual el hombre no fuese ya
explotado por el hombre.
A lo
largo de los años de lucha había aprendido a repetirme que una victoria, a pesar
de las injusticias de la vieja sociedad, solamente puede ser lograda con moral
y sacrificios físicos; un nuevo mundo no puede llegar a ser realmente hasta que
los últimos vestigios del viejo no hayan sido destruidos.
Pero,
¿para qué necesita la revolución bolchevique destruir a los propios
bolcheviques? ¿Es la revolución bolchevique su propia destrucción, ya que así
los hace perecer? No responderé a estas preguntas: simplemente, las formulo...
A la
edad de trece años ingresé en el movimiento de la clase trabajadora. Fue un
acto medio maduro, medio pueril. Escuché lastimosas melodías de mi sufrida
raza, mezcladas con nuevos cantos de libertad. Pero en 1917 yo era un muchacho
de dieciocho años y la Revolución bolchevique se me mostró como una, solución
completa de los problemas de poder, desigualdad e injusticia. Me abracé al
Partido con toda mi alma. Juré fidelidad a Marx y a Lenin, como si fueran una
espada con la cual se exterminarían las injusticias contra las cuales se
rebelaba mi instinto.
Durante
los años que he servido al Gobierno soviético jamás esperé otra cosa que lo
suficiente para continuar mi trabajo. Nunca recibí nada más. Mucho antes de que
el Poder soviético estuviese estabilizado, me mezclé en asuntos en los que me
expuse al peligro y a la muerte y que dos veces me llevaron a la prisión.
Trabajé durante seis y ocho horas diarias y nunca gané lo bastante para cubrir
los gastos de mi vida: Ahora, cuando trabajo en el extranjero, puedo vivir con
relativo confort. Pero no gané lo imprescindible hasta poco antes de 1935, en
que logré un departamento casi decente en Moscú y poder pagar el precio de la
leche para mi hijo. Ni estaba en una posición privilegiada ni la deseé: me
absorbía mi trabajo. No ambicioné un puesto de burócrata distinguido en la
defensa del orden soviético. Lo defendí porque creía que era el primer paso
para una sociedad nueva y mejor.
Todo mi
trabajo se encaminaba a la salvaguardia de mi país contra enemigos extranjeros,
defendiéndole frente al peligro que pudiera penetrar por su frontera,
procedente del mezquino mundo interior de los poderes políticos enemigos. Como
agente secreto vi a los enemigos externos de la Unión Soviética mucho más de
cerca que a sus conspiradores internos. Conocí conspiraciones de los fascistas
y separatistas, que habían sido tramadas en suelo extranjero, pero en cambio,
no tenía contacto con las intrigas interiores del Kremlin. Vi a Stalin elevarse
hasta el Poder supremo, mientras los camaradas de Lenin perecían a manos del
Estado que ellos mismos habían creado. Pero como otros muchos, me tranquilizaba
a mí mismo con la idea de que, a pesar de las equivocaciones en la dirección,
la Unión Soviética permanecería incólume y seguiría siendo la esperanza de la
Humanidad.
Hubo
ocasiones en que, en verdad, me desalentaba; ocasiones en que, si yo hubiera
visto alguna esperanza en cualquier otra parte, acaso hubiera tomado otra ruta.
Pero todos los acontecimientos que tenían lugar en otras partes del mundo
conspiraban para mantenerme en el servicio de Stalin. En 1933, cuando el pueblo
ruso estaba moribundo a causa del hambre y supe que la despiadada policía de
Stalin era la causa de ello, y que Stalin impedía deliberadamente la ayuda del
Estado, vi a Hitler tomar las riendas del Poder en Alemania y destruir allí todo
lo que había de humildad en el espíritu humano. Stalin era un enemigo de Hitler
y yo permanecí al servicio de Stalin.
En
febrero de 1934 se me presentó un dilema parecido, e hice la misma elección.
Disfrutaba yo entonces de mi mes anual de descanso en el Sanatorio “Marino”, en
la provincia de Kursk, en la Rusia central. “Marino” fue antiguamente el
palacio del príncipe Buryatin, el conquistador del Cáucaso. El palacio estaba
construido con la fastuosa traza de Versalles y rodeado de bellísimos jardines
de estilo inglés, con lagos artificiales. El sanatorio tenía excelentes
médicos, profesores de gimnasia, enfermeras y criados. A pocos pasos de
distancia de sus jardines cerrados estaban los campos agrícolas, donde los
labradores trabajaban para atender a las necesidades del sanatorio. Un
centinela a la entrada prohibía el paso al recinto.
Una
mañana, poco después de mi llegada, salí de paseo con un compañero hacia el
pueblo donde vivían dichos labradores. El espectáculo que contemplé fue
espantoso. Rapazuelos medios desnudos salían de chozas ruinosas para
suplicarnos un pedazo de pan. En la cooperativa de los labradores no tenían ni
comida ni combustibles —no había de nada—. Por todas partes la más abyecta
miseria consternaba mis ojos y deprimía mi espíritu.
Aquella
tarde, sentados en el comedor brillantemente iluminado del “Marino”, todos
charlaban con animación después de una excelente comida. En el exterior hacía
un frío horroroso, pero dentro una magnífica calefacción nos proporcionaba una
agradable temperatura. Por casualidad volví de repente la vista y miré a través
de la ventana. Distinguí los febriles ojos de los hambrientos hijos de los
labradores —los “bezprizornii”—; sus caritas, pegadas unas a otras, parecían
retratos de cuadros lejanos. Alguien siguió mi mirada y dio órdenes a los
criados de arrojar de allí a los intrusos. Casi todas las noches algunos de los
niños lograban eludir al centinela y penetrar en el palacio en busca de algo
para comer. Algunas veces salía yo al “hall” con pan para ellos, pero tenía que
hacerlo en secreto, porque esto hubiera disgustado a mis camaradas. Los
dirigentes soviéticos han fomentado una estereotipada defensa contra esta
doliente humanidad:
“Nosotros
estamos en el duro camino del socialismo. Muchos caerán en la empresa. Debemos
estar bien alimentados y fuertes para nuestros trabajos, disfrutando, durante
algunas semanas cada año, de confortable descanso, negado a los demás, porque
nosotros somos los constructores de una Vida Mejor para el futuro. Somos los
constructores del socialismo. Debemos mantenernos en forma para poder continuar
el duro camino que nos hemos impuesto. Los infortunados que desfallezcan en
nuestra senda podrán ser cuidados con esmero en un futuro. Mientras tanto,
¡fuera de nuestro camino! ¡Que no nos molesten con sus sufrimientos! ¡La meta
debe ser siempre alcanzada!”
Y así
es. Es natural que el pueblo defienda su vida en esa ruta y que no sea
demasiado escrupuloso en su defensa, sin preguntar si se trata realmente de
dirigirse hacia una Vida Dichosa o no.
Era una
fría mañana cuando llegué a Kursk, de regreso de “Marino”. Entré en la estación
del ferrocarril para esperar la llegada del exprés de Moscú. Después de haber
tomado un buen desayuno en la cantina, me sobraba todavía tiempo y paseaba por
la sala de espera de tercera clase. Nunca se borrará de mi memoria aquella sala
de espera abarrotada de gente: hombres, mujeres y niños, campesinos la mayor
parte de ellos, que parecían un rebaño llevado de un campo de concentración a
otro. Muchos de ellos estaban casi desnudos en la fría habitación. Otros,
positivamente enfermos del tifus. Hambre, pena, desolación; el perpetuo
sufrimiento en aquellos seres medio muertos se notaba en cada uno de esos
rostros. Mientras permanecí allí, las duras pisadas de los soldados de la O.G.P.U.
comenzaron a despertarlos y reunirlos como si fueran una recua de animales,
agrediendo y maltratando a los rezagados, que eran los que estaban demasiado
débiles para emprender el camino.
A un
pobre viejo le vi volverse con trabajo tratando de levantarse del suelo. Este
era uno de los lamentables ejemplos, lo sé, de la horda de millones de honradas
familias de campesinos a quienes Stalin —llamándolos “kulaks”, una designación
que viene a ser algo así como “víctimas”— destierra de sus hogares y transporta
y destruye.
También
sé, sin embargo, que en aquellos momentos —estábamos en febrero de 1934— la
campaña fascista se desataba en las calles de Viena, desprestigiando el modelo
de viviendas para los trabajadores que los socialistas habían construido. Las
maquinaciones de los fascistas habían promovido entre los trabajadores
austríacos un violento estado de furia contra el socialismo. Por todas partes
el fascismo estaba en auge. Por todas partes las fuerzas de la reacción ganaban
terreno. La Unión Soviética se me mostraba, no obstante, como esperanza de la
Humanidad. Permanecí, pues, al servicio de la Unión Soviética o, por mejor
decir, de Stalin, su dueño.
Dos años
después sobrevino la tragedia de España. Vi a Stalin —sin prisa, con timidez y
de manera insuficiente— ir en ayuda de la sitiada república. Aquello me produjo
la sensación de que, entre dos males, yo estaba combatiendo de parte del mejor.
Pero
llegó el momento de rectificar. Stalin, cambiando de pronto de idea acerca de
su tardía ayuda, dio una puñalada por la espalda al Gobierno republicano. Vi
que su justificación tomaba caracteres alarmantes en Moscú, arrastrando
completamente todo el Partido bolchevique. Vi que llegaba hasta España. Y, al
mismo tiempo, desde mi aventajado lugar en el Servicio Secreto, vi a Stalin
extender su mano de amigo secretamente a Hitler. Le vi cuando trataba de
ganarse las simpatías del líder nazi, ejecutando a los grandes generales del
Ejército Rojo, Tukhachevsky y otros muchos jefes, con los cuales y a cuyas órdenes
yo había trabajado durante varios años en defensa de la Unión Soviética y del
socialismo.
Y
entonces Stalin me hace su última exigencia..., la misma que hace a todos los
funcionarios, y que han de satisfacer si quieren escapar de los pelotones de
fusilamiento de la O.G.P.U. Tenía que probar mi lealtad delatando a un
compañero preso entre sus garras. Yo me negué. Rompí mis relaciones con Stalin.
Esforcé mi memoria tratando de recordar todo lo que había visto. Estrujaba mi
imaginación para saber si aun quedaba otra esperanza o no, si yo estaba
sirviendo a un déspota totalitario, cuya única diferencia con Hitler estaba en
sus frases de socialismo, vestigio de su educación marxista, a la cual se
adhería hipócritamente.
Rompí
con Stalin y comencé a explicar la verdad acerca de él, en el otoño de 1937,
precisamente cuando estaba engañando con tan buen éxito a la opinión pública
mundial y a los hombres de Estado, tanto de Europa como de América, con sus
insinceros apóstrofes contra Hitler (1). Aunque avisado por gentes sensatas de
que guardase silencio, yo hablaba claro. Yo hablaba por los millones de
personas que han perecido en la colectivización forzada de Stalin y en el
hambre, igualmente obligatoria; por los millones de personas que viven todavía
en trabajos forzados en los campos de concentración; por los cientos de miles
de mis camaradas bolcheviques en prisión; por los miles y miles que han sido
asesinados.
En esto
ocurrió la última felonía de Stalin, su Pacto con Hitler. La opinión pública,
que había cerrado los ojos a sus crímenes monstruosos, en la esperanza de poder
conseguir que se sumase a los ejércitos democráticos, no tenía más remedio que
convencerse.
Ahora
que Stalin ha dejado ver sus intenciones es la ocasión para que hablen claro
los que permanecieron silenciosos, bien por ser cortos de vista o bien por
razones estratégicas. Ya tienen poco que hacer. Luis Araquistáin, antiguo
embajador en Francia del Gobierno republicano, ha ayudado a desengañar a la
opinión mundial acerca del carácter de la “ayuda” de Stalin a la República
española. Largo Caballero, el antiguo Presidente del Consejo español, también
habló de ello.
Hay
otros acerca de los cuales también hay obligación de hablar. Uno de ellos es
Romain Rolland. La ayuda que este renombrado autor prestó a los totalitaristas,
cubriendo los horrores de la dictadura de Stalin con el manto de su gran
prestigio, es incalculable. Durante muchos años Rolland sostuvo correspondencia
con Máximo Gorki, el notable novelista ruso. Gorki, que fue en algún tiempo
camarada de Stalin y que estaba habituado a resistir su dominio, no dudó en
inducir a Rolland para llevarlo al campo del compañerismo. Durante los últimos
meses de su vida, sin embargo, Gorki fue un prisionero virtual. Stalin le negó
su permiso para ir al extranjero a reponer su salud. Su correspondencia fue
censurada y, por orden especial, las cartas de Romain Rolland fueron
interceptadas por Stetsky, que entonces era secretario del dictador, y
archivadas en el gabinete de Stalin. Rolland, inquieto al ver que su amigo no
contestaba sus cartas, escribió a otro amigo, el subdirector del “Teatro de
Arte” de Moscú, preguntándole lo que pasaba. Durante la última farsa de Moscú
el mundo escuchó que Gorki, a pesar de ser todavía aparentemente amigo de Stalin,
fue envenenado por Jagoda. Simultáneamente con aquella traición, en una
entrevista mía con el eminente escritor Boris Suvarine, publicada en La Fleche, expliqué a Roimain
Rolland por qué sus cartas no habían sido contestadas. Le pedí que hiciera una
declaración sobre el hecho de que sus cartas a Máximo Gorki habían sido
interceptadas por Stalin. Él permaneció callado. ¿Querrá hablar ahora que
Stalin ha descubierto su juego con Hitler?
Eduard
Benes, el Presidente de Checoeslovaquia, tiene también una cuenta pendiente.
Cuando Tujachevsky y los jefes del Ejército Rojo fueron ejecutados, en junio de
1937, la conmoción en Europa fue tan grande, la incredulidad sobre su
delincuencia tan obstinada, que Stalin tuvo necesidad de buscar un pretexto
para convencer a los Gobiernos demócratas occidentales de que el vencedor de
Kolchak y Denikin era un espía nazi. Bajo la dirección de Stalin la O.G.P.U.,
en colaboración con el Servicio Secreto del Ejército Rojo, preparó un atestado
alegando hechos evidentes contra los generales rojos para transmitirlos al
Gobierno checoeslovaco. Edward Benes procuró dar la sensación de que no estaba en
condiciones de examinar esa “evidencia”, sobre todo en aquellos tiempos en que
solicitaba la ayuda de Stalin para salvar a Checoeslovaquia.
Dejemos
a Benes rectificar y que vuelva a examinar, en vista de los acontecimientos
actuales, el carácter de la “evidencia” preparada por los expertos de la O.G.P.U.
Decida él si le está permitido permanecer en silencio.
Ahora,
cuando aparece tan dolorosamente claro que el peor camino para combatir a Hitler
es ocultar los crímenes de Stalin, todos los que hayan colaborado en aquel
desatino deben decirlo. Si estos últimos años trágicos nos han enseñado algo,
es que la marcha de la barbarie totalitaria no puede ser detenida por cambios
estratégicos de posiciones, por verdades a medias ni por falsedades. Mientras
no se pueda imponer el método por la cual la Europa civilizada devuelva al
hombre su dignidad y su valor, yo creo que todo aquel que no pertenezca al
partido de Hitler y Stalin convendrá en que la verdad debe ser su mejor arma, y
aunque lo maten deberá seguir proclamándola (2).
G.
KRIVITSKY
(1) La
fecha de la decisión es reveladora. El general Krivitsky rompe con Stalin al
final de 1937. Según confiesa, rompe con él por haber descubierto que engaña en
su política internacional a las democracias, por haber obtenido la prueba de
que Stalin no quiere atacar a Hitler. Los demás motivos que agrega, lo de la
depuración, la matanza de campesinos, etc., eran una espantosa realidad muchos
años antes, y no habían sido motivo de su ruptura. Queda evidente que lo
decisivo de su ruptura es la política internacional de Stalin.
(2) Por
tanto, la verdad sobre Stalin sólo debe ser dicha en función del daño a Hitler.
No debe pesar la moral en la valorización de los crímenes. Deben ser
condenados, pero sólo cuando su condenación sea perjudicial al fascismo. Según
esta tesis, Stalin es criminal cuando se convierte en aliado de Hitler, no
antes. Recuerde el lector el eje moral en el que giran Krivitsky y la “Oposición”;
esto le permitirá saber muchas cosas, entre otras, quién es, en el fondo, la “Oposición”.
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