viernes, 24 de marzo de 2023

HISTORIA DEL TRISTE, de Horacio Vázquez-Rial (Plaza & Janés, Éxitos)

Título:
Historia del Triste
Autor: Horacio Vázquez-Rial (1947-2012)
Cubierta: GS-Grafics
Editor: Plaza & Janés Editores (Barcelona)
Edición: 1ª ed.
Fecha de edición: 1989-07
Descripción física: 218, 5 p.; 11,5x18 cm.
Serie: El Ave Fénix #130/1. Biblioteca de Horacio Vázquez Rial #1
ISBN: 978-84-01-42981-1 (84-01-42981-1)
Depósito legal: B. 30.731-1989
Estructura: índice, 2 libros, 26 capítulos, “Lecturas e interrogaciones que hacen las veces de advertencia o de expresión de deseos epilógicas”, lista de libros de la colección
Información sobre impresión:
Impreso en Litografía Rosés, S.A. - Cobalto, 7-9 - Barcelona
 
Información de contracubierta:
Cristóbal Artola, el Triste, es un desclasado, hijo de los suburbios de Buenos Aires. Iniciado en la adolescencia como jugador de billar, se ve violentamente apartado del mundo de las apuestas ilegales cuando unos matones le quiebran las manos. Ingresa entonces en la política, por la puerta estrecha de la represión clandestina, para desempeñar el papel de verdugo anónimo. Su historia, en la que se resume y expresa la historia general de los argentinos a lo largo de más de veinte años, es el eje de esta novela. Historia del Triste es un relato apasionante, lleno de vida, fresco, bien escrito, a la vez que una fábula moral. Su protagonista es uno de los personajes mejor trazados de la reciente narrativa en lengua castellana. En la obra de Horacio Vázquez Rial se unen preocupación estética, reflexión ética y especulación histórica, al servicio de una literatura rigurosa y convincente.

MI COMENTARIO:
La novela es una especie de Forrest Gump ambientada en Buenos Aires, con el protagonista participando en varios hechos de la historia de la ciudad y sus alrededores, desde el primer gobierno de Perón hasta la última dictadura militar argentina. Sólo que en el caso de Cristóbal Artola, apodado “el Triste”, no se trata de un tonto, sino de un marginal que aprende a sobrevivir en medio de la cada vez más sangrienta política nacional. De la mano del cura Agustín Chaves, se vuelve sicario de una organización secreta que nunca queda identificada. Sus encargos incluyen varios asesinatos famosos y el traslado del cadáver del ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu; Vázquez-Rial se adscribe a la teoría de que fue asesinado por empleados de la dictadura de Juan Carlos Onganía, y no por los Montoneros propiamente dichos:
 
veinticuatro horas más tarde se encontraban en el mismo lugar, subiendo a una furgoneta cerrada la caja de madera rústica en que habían puesto el cadáver: “Timote: el pueblo se llama Timote: ahí tienen que preguntar por la estancia La Celma”: eran cuatrocientos kilómetros, pero el vehículo estaba perfectamente preparado: a pesar de los caminos sin asfaltar y de la ausencia de indicadores adecuados en los cruces, estuvieron en Timote al cabo de siete horas, habiendo hecho un alto en un bar de carretera para beber una ginebra y un par de cafés: en La Celma salió a su paso un muchacho bien parecido, montado en un caballo overo: “síganme”, dijo, sin saludar ni presentarse —ni falta que hacía—: les condujo hasta una construcción pegada a la casa, pero que no pertenecía en realidad a ésta: era una especie de gigantesco almacén de alimentos y utillaje, con entrada para transportes grandes, pero estaba vacío: el guía desmontó y fue indicando al Triste las maniobras necesarias para penetrar en el galpón desierto: una vez dentro, le señaló un rincón, y a él fue Cristóbal sin pensárselo dos veces: había dos puertas-trampa levantadas, que daban a una escalera y un sótano: “habrá que bajarlo”, reflexionó el joven jinete en voz alta, sin hacer el menor amago de dar una mano: el Triste abrió la furgoneta y tiró de la cuerda que rodeaba la caja, para sacarla de donde estaba: cuando más de la mitad estuvo fuera, la sostuvo por el extremo que tenía más próximo: “vos agarrala del otro lado”, le dijo a Chaves: poco a poco, con la posibilidad de ser vencido por el peso y caer y quebrarse la espalda, Cristóbal fue bajando los treinta y dos escalones que llevaban al sótano, de suelo de tierra apisonada: en uno de sus lados, alguien había excavado una fosa: llevaron hasta ella el improvisado ataúd y Chaves subió en busca de la cuerda que habían llevado: ya no había hombre ni animal: ni el que les había precedido hasta allí, ni su caballo, ni nada más viviente: “estamos solos”, dijo al llegar abajo: “no importa: no es nuevo: en esto, estamos solos desde el principio”: pasaron la cuerda, doble, por debajo de la caja y la descendieron a la tierra: “Chaves”, dijo el Triste, “lo voy a tapar; vos que sos cura, ¿por qué no decís algo para este hombre?”: “sí”, dijo Chaves, y empezó a musitar lo que debía de ser el responsorio del difunto: cuando terminó, el Triste rellenó la sepultura, trepó las escaleras, esperó a que su compañero hiciese lo mismo, cerró las puertas del sótano y regresó tan pronto como pudo a su lugar ante el volante: ni a la salida de la estancia, ni en el camino del pueblo, en el que no se detuvieron, vieron a nadie más: el viaje de retorno a la capital, con una parada y con la ayuda de la luz del día, duró sólo seis horas y media: devolvieron la furgoneta al lugar del que había salido y tomaron un taxi para ir al centro, a algún restaurante que no cerrara por la tarde: el Triste compró los periódicos, donde el secuestro del general era aún primera plana, y los hojeó mientras comían: estaban tomando el café cuando el Triste habló: “Chaves, ¿sabés a quién llevamos al campo?”: “sí, Triste: a Aramburu; ¿le tenías bronca?”: “¿por qué iba a tenerle bronca?”: “porque sos peronista”: “no, curita, yo no: mi vieja era peronista, por eso no me gusta que se hable mal de los peronistas; pero yo no soy peronista: no soy nada: y, ¿sabés qué?: me parece que a esta altura, vos tampoco sos nada, vos tampoco creés en nada, ¿me equivoco, Chaves?”: “no, no te equivocás, Triste”: se separaron al salir del restaurante: el Triste se fue a su casa y durmió catorce horas
 
Después de actividades de seguimiento y “marcado” de enemigos de la organización, Artola decide dejar, junto a su amigo Chaves, esta vida que lo lleva a la destrucción. Los dos realizan un secuestro que adjudican a Montoneros, lo cual termina perjudicándolos: son atrapados por las fuerzas represoras que operaron en esos años, llevados a un campo de concentración, torturados y asesinados. El Triste termina gritando “Patria o muerte” como muchos jóvenes de aquella triste época, pero en el fondo intuye la inutilidad de los fanatismos reinantes. Una intuición compartida por el autor, que en las dos páginas finales critica sendos poemas de Juan Gelman. ¿De qué sirvió toda esa militancia violenta y esa sangre derramada? Cada nuevo ciclo político parece tener la respuesta...

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