Título: 1999: ¡Guerra Texas-Israel!
Autores: Howard Waldrop
(1946-2024); Jake Saunders (1947-)
Título original: The Texas-Israel war: 1999 (1973 en revista, 1974 en libro)
Traducción: J. Rodríguez Durán
Cubierta: Dean Ellis (il.)
Editor: EDAF
Ediciones-Distribuciones (Madrid)
Fecha de edición: 1977
Descripción física: 305, 2 p.; 11x18 cm.
Serie: Colección Ciencia
ficción #6
ISBN: 978-84-7166-376-4 (84-7166-376-7)
Depósito legal: M. 244-1977
Estructura: “Quién es quién en
la guerra texano-israelí”, dedicatorias, 32 capítulos, [“Títulos de la
colección”]
Información sobre
impresión:
Imp. FARESO - Paseo
de la Dirección, 5 - Madrid-29
Información de cubierta:
Rebeldes texanos han
raptado al Presidente de los EE.UU. Su futuro, y el del país, depende de una
banda de israelíes cuyo coraje ha sido bien probado en otras guerras.
Información de
contracubierta:
El 12 de agosto de
1992, el pequeño arsenal nuclear de Inglaterra se descargó sobre Irlanda,
Suráfrica y, finalmente, sobre China. Instantáneamente, el planeta estalló en
llamas. En la primera mitad del año, al que se llamaría el de la Guerra del 92,
la mitad de la población de la Tierra pereció. Los Estados Unidos fueron
reducidos a un vasto territorio escasamente poblado —y más grave aún, Texas se
había separado de la Unión, y con ella quedarían sus valiosas reservas
petrolíferas—. En contraste, Israel, virtualmente indemne en un mundo asolado
por la guerra, vivía agobiado por una superpoblación.
Ello indujo a Sol
Inglestein y Myra Kalan a emigrar a América buscando un lugar donde
establecerse. Como mercenarios de la Unión en su guerra con Texas, les fueron
prometidas tierras a cambio de sus servicios. Comandando sus polvorientas y
veteranas tropas hacia el corazón de Texas, Sol y Myra encabezan la Operación King. Misión: rescatar al Presidente de los
Estados Unidos.
MI
COMENTARIO:
Después de la Tercera Guerra Mundial, ocurrida en 1992, Estados
Unidos está mayormente devastado. Texas se independiza y el resto de la Unión
trata de recuperarlo. Para ello contrata a un grupo de mercenarios israelíes
que utilizan armamento antiguo (sobre todo tanques de la Segunda Guerra
Mundial) para colaborar con las tropas federales en la invasión del estado
díscolo. En mitad de la misma, reciben la visita de agente Splevins de la CIA,
que les impone una nueva misión: rescatar al presidente Clairewood, tomado
prisionero por los texanos, y devolverlo a la capital, donde su puesto fue
ocupado por el traicionero vicepresidente Mallow, quien intenta pactar con los
separatistas para retener el poder a cambio de reconocer a Texas como país
independiente. Falseando su identidad, logran infiltrarse en el fuerte Deaf
Smith, donde está el prisionero, pero se enfrentan al coronel Kilburn
(“parecido a Erich von Stroheim”), encargado de la seguridad y el espionaje de
la zona. Pertenece a los S.A., “Sons of Alamo” (Hijos del Alamo), la rama
paramilitar de la República de Texas, reconocible por sus camisas celestes (“la
cosa más cercana a una Gestapo que haya existido en el continente de
Norteamérica”, dice un desertor). Uno se da cuenta que el principal interés de
los autores es experimentar con un eventual enfrentamiento entre los mejores
guerreros de Israel y la sádica extrema derecha del sur de EEUU.
Esta novela bien supo ser un oportuno intento
de explotar el interés en la maquinaria bélica israelí tras la guerra de 1973.
Curiosamente, también profetiza un gran conflicto árabe-israelí en 1982, el
cual terminó ocurriendo en el Líbano. La tapa ilustra un encuentro con
amerindios cabalgando, lo que efectivamente ocurre durante el avance israelí, pero
que es dejado de lado luego de unos pocos párrafos. Tiene momentos absurdos y
confusos, pero la lectura es divertida gracias al semblante pintoresco de los
combatientes y a esos amortizados tanques que dan dura batalla hasta ser
destruidos por armas más avanzadas (uno no puede dejar de pensar en la masiva
destrucción de tanques rusos en la actual guerra de Ucrania). La parte que más
me gustó es la recapitulación del final del mundo conocido en 1992:
«Ése es mi escuadrón; un espejo de la locura
del mundo» —pensó Sol, volviéndose filosófico, ahora que su cabeza se había
aclarado—. Y una pequeña duda. ¿No se podría remontar la guerra del 92 a los
fanáticos en el Eire, y el apoyo de la ávida china? Conducidos por un
monumental fanático que se creía a sí mismo Finn McCould reencarnado, los
rebeldes habían conquistado el norte, expulsando a los protestantes, y
eventualmente amenazaban a la misma Inglaterra. La guerra angloirlandesa había
derretido la bomba de la Tercera Guerra Mundial cuando los comandos de Mc
Coullian contaminaron los suministros de agua de las mayores ciudades
británicas. El contaminante era un híbrido de LSD 25. En horas, la mayor parte
de Inglaterra era atrapada por un trastorno insano. Y lo peor estaba por venir.
Muchas de las autoridades civiles y militares británicas habían perdido su
habilidad para tomar decisiones lógicas y racionales. El primer ministro
Branhall, después de ahogar a su hijo menor y violar a su hija, apareció ante el
Parlamento para pedir el uso de
armas nucleares contra Irlanda. También urgió ataques
nucleares contra los aliados no combatientes. China y África del Sur, quienes
habían respaldado al Eire con apoyo y armas. Entre el clamor y la confusión, la
declaración fue aprobada, aunque en el proceso, el primer ministro y varios de
sus partidarios habían sido derrotados por la oposición. Poco después, los
generales ingleses —no todos bajo la influencia del LSD 25— presionaron los
botones que lanzarían los misiles.
A las 11.25, hora de Greenwich, el 12 de
agosto de 1992, el pequeño arsenal nuclear británico caía sobre Irlanda, luego
sobre África del Sur y, finalmente, sobre China.
Los perros de la guerra estaban desatados.
Simultáneamente. China y África del Sur declaraban la guerra contra Inglaterra.
Canadá, con otros miembros de la Commonwealth, respaldaba a Inglaterra al
declarar la guerra a las tres naciones enemigas. Los países hicieron uso de los
compromisos de pactos y tratados de mutua defensa. El Mercado Común se rompió
como un espejo cumpliendo su sino. Los Estados Unidos se retiraron buscando el
aislamiento. Pero tres días más tarde se hizo un participante mal dispuesto al
lado de Inglaterra cuando los misiles chinos, destinados al cinturón de trigo
canadiense, erraban en el corazón de los Estados Unidos. Estas detonaciones de
los misiles dieron a América su primera real muestra de estado de guerra
biológica. Bacterias y virus patógenos volaron en las corrientes de aire y
pasaron invisiblemente las fronteras de los estados, llegando hasta el lejano
Utah. Las cosechas se marchitaron, al igual que las personas.
[...]
Israel estaba lejos; era la única potencia
nuclear no en guerra. Tenía sus viejos, familiares enemigos, pero con pocas
razones para temer. Rusia, anterior firme defensor de las naciones árabes, era
ahora un firme aliado de los Estados Unidos. El oso, ansioso por el continuo
empuje americano contra los chinos, no quería enemistarse con los Estados
Unidos al apoyar otro yihad árabe contra la nación de Israel. Ni el compacto de
las naciones árabes quería tampoco moverse. Aun Al Fatah y los fanáticos del
FLP estaban demasiado conscientes del arco nuclear israelí, pendiente y
esperando.
[...]
En el primer año, la mitad de la población
mundial murió. Los hongos destruyeron los campos de trigo en el Oeste y el
vapor de arroz mató las cosechas del Este. El hambre se juntó con las
enfermedades y la peste. En 1994, nueve de cada diez personas habían muerto.
La economía especializada americana se
desplomó. El resto del mundo la siguió. Siete años después de que la guerra
empezara, pocos aviones había que funcionaran. Aun los ejércitos tenían
dificultades reponiendo equipo. Aunque las fábricas sobrevivían, carecían de
fuerza manual.
La unidad de Sol estaba entre las últimas que
poseían tanques modernos. Cuando la parte pesada se agotara, el campo de
batalla quedaría para la infantería. Al avión le llegó ya el sino del tonto. Al
final los dos conglomerados de grandes países se parecían a hombres que,
habiéndose herido mutuamente, se arrastrarían y lucharían a mano hasta la
muerte.
[...]
Una cita vino a la mente de Sol, Jeremías
31:15: «Por esto, dijo el Señor, una voz fue oída en Ramah, lamentaciones y
amargo sollozo. Raquel sollozaba por sus hijos, negaba ser confortada por sus
hijos, porque no eran sus hijos».
«¿Quién lloraría por el hombre cuando el
hombre no es tal?» —se preguntó Sol, frotándose la dura punta de la nariz.
Raquel está muerta. ¿Quién llorará?