Hace instantes, escucho que Roger Moore ha
muerto. Muy triste, se me ocurren estas líneas.
Moore, en cierta forma, fue el último aventurero
clásico del cine. Y cuando digo cine, me refiero a ese fenómeno de masas anterior
a los ’90. Fue el heredero de los Scaramouche, de los Pimpinela Escarlata, de los héroes de capa y
espada con que el cine fascinó a la gente desde sus inicios. Eso sí, siempre con un
toque de ironía y autoparodia que le dieron a sus aventuras un encanto
irrepetible (muy distinto de los héroes abrumados de las películas de acción que
le siguieron). Además, creo que Moore representó como pocos ese “Tercer
Renacimiento” cultural que va de los ’60 hasta fines de los ’80, un período
fantástico donde todo parecía posible y donde la cultura pop dio lo mejor de sí.
Tomó la parte ligera, alegre, hasta feliz, de ese estado de bienestar que
parecía eterno. Su última película como Bond, A View to a Kill, fue una de las cumbres del cine camp.
Tuvo una carrera llena de altibajos, con los
fracasos acumulados antes de encarnar a Simon Templar y después de dejar el
papel de James Bond. Recibió muchas críticas, sobre todo por la impronta que le
dio al personaje del agente 007. Yo, sin embargo, tengo una gran debilidad por el
desparpajo que le dio a sus interpretaciones, por la fantasía que desprendía en
cada movimiento y la felicidad que regalaba en cada sonrisa. El sesudo mundo
intelectual y crítico siempre se sentirá incómodo con esas cosas.
Hasta siempre, querido Roger.
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