Autor: Morris
West (1916-1999)
Título original: Harlequin (1974)
Traducción: Marta
I. Guastavino
Cubierta: Víctor
Viano
Editor: Plaza
& Janés Editores (Barcelona)
Edición: 2ª ed.
Fecha de edición:
1990-08
Serie: Los jet de
Plaza & Janés #123/4
ISBN: 978-84-01-49744-5
(84-01-49744-2)
Depósito legal:
B. 30.127-1990
Estructura: 10
capítulos
Información sobre
impresión:
Impreso en Litografía
Rosés, S.A. - Cobalto, 7-9 - Barcelona
Información de
contracubierta:
¿Puede un hombre, en
una sociedad sin ley, tomarse la justicia por su mano? Esta violenta novela del
autor de “El abogado del diablo” y de “Las sandalias del pescador” hace
penetrar al lector en la jungla de las empresas multinacionales. Y el panorama
resulta fascinante.
MI COMENTARIO:
La novela gira en torno de tres personajes: George Arlequín,
un banquero suizo que vive y atiende sus negocios en Nueva York; Paul Desmond,
su asistente de origen australiano; y Basil Yanko, dueño de Creative Systems,
una empresa informática que brinda sus servicios al mundo de las finanzas.
Yanko hace una oferta agresiva para comprar el banco de Arlequín, propuesta que
éste rechaza: existe la sospecha que Yanko quiere beneficiar a grupos árabes
vinculados al terrorismo. Se genera un conflicto de intereses que termina con el
asesinato de varias personas, entre ellas la esposa del banquero, que lleva a
la contratación de Aaron Bogdanovich, un aparente vendedor de flores que
trabaja para la inteligencia israelí.
La novela tiene un valor histórico por mostrar la incipiente
introducción de la informática en los grandes negocios y el clima de cinismo y
desconfianza de los 70, con el escándalo Watergate todavía caliente. Sus partes
más interesantes son los pasajes donde West da cuenta de ese ambiente de
desilusión y miedo. Por ejemplo, así describe Arlequín las actividades de
Yanko:
—[...] Los proyectos
más importantes de Creative Systems, lo que más le interesan personalmente a
Yanko, se refieren a dos campos relacionados: la documentación policial y lo
que cortésmente se llama control urbano. De lo que efectivamente se habla es de
la supervisión, documentación, control estratégico y manipulación de enormes
masas de personas en todos los continentes del globo. La instrumentación ya
existe, el personal ya se está entrenando, los sistemas existentes se están
ampliando y mejorando. No se utilizan simplemente contra los criminales, sino
contra disidentes políticos y, más aún, para decidir diariamente al destino de
la gente común. Conducen inevitablemente al terror, a la represión, al contra-terror
y a las cámaras de tortura. La compañía que proyecta tales sistemas está en una
situación de inmenso poder y privilegio en todas las jurisdicciones, incluso
bajo regímenes y sistemas opuestos. Ahora bien, si una compañía así puede
ingresar en el mercado internacional del dinero, si puede manipular divisas y
créditos, entonces tenemos un imperio que cabalga sobre todas las fronteras
geográficas... Hace mucho tiempo que veo evolucionar esta situación. El año
pasado hablé sobre esto en una reunión de banqueros, en Londres. Procuré
establecer la distinción entre el uso legítimo de la computación y aquellos
otros que constituyen una amenaza a la libertad personal. Creo que el discurso
se comentó mucho. Yo lo hice imprimir para que circulara entre los amigos, pero
no todos lo acogieron bien. Un ejemplar le fue enviado a Yanko, quien jamás
acusó el recibo. Ahora pienso que eso determinó su actual estrategia contra la
Compañía y contra mí.
En un mundo de desengaño, la figura de Bogdanovich aparece
como un faro en la noche:
Era consentir con la
locura, y yo lo sabía; pero en un mundo de lunáticos, los locos estaban más
seguros que los cuerdos. Estaban acostumbrados al caos, esperaban lo
monstruoso: bombas en la correspondencia, veneno en el agua, niños decapitados
en la calle, asesinatos en masa a manos de generales. Sabían que a la gente le
disparan en los aeropuertos, la violan en los ascensores, la torturan
profesionales pagados con dineros públicos. Era tan normal que los presidentes
mintieran como que los policías fueran perjuros y las compañías telefónicas
patrocinaran revoluciones.
En el contexto de la
insania colectiva, Aaron Bogdanovich era el más razonable de los hombres. La
fría matemática por la cual se regía era el único sistema viable en un mundo de
conflicto ético y donde la ley era imposible de respetar. Si Dios no existía, o
se iba de viaje por demasiado tiempo, sus reemplazantes lógicos eran Aaron
Bogdanovich y los de su especie. Hasta en el infierno había que mantener el
orden, y el terror era el más refinado de los instrumentos. No era necesario
usarlo con demasiada frecuencia; bastaba con exhibirlo mediante constantes
amenazas y algún ocasional ejemplo sangriento. El único recurso contra él era
un terror más intenso. Finalmente la Humanidad tenía que someterse, aunque no
fuera más que para vivir en paz bajo la clara luz de un gélido desierto. Era
una lógica de pesadilla, pero una vez aceptadas las premisas, era imposible
eludir la conclusión.
La novela va centrándose cada vez más en Paul Desmond, sus
dudas y miedos, su enamoramiento de la secretaria de Arlequín, sus reflexiones:
No hacía falta un
ejercicio lógico muy exhaustivo para llegar a la conclusión de que finalmente
había que perder. La edad se adueñaba insidiosamente de uno, lo rodeaban
jóvenes valientes ávidos de triunfo. El dinero se convertía en un monstruo
enloquecido que se mordía la cola, que se autodevoraba hasta extinguirse. La
propiedad era algo que se hipotecaba para conseguir crédito para comprar más
propiedades para hipotecarlas y hacer más compras, para capitalizarse
finalmente por si la tortuosa ruta llegaba a un callejón sin salida. Estábamos
todos condenados a la eterna noria: un poco de vigilia, un poco de sueño, una
catarsis por el terror y la piedad, un poco de amor, mucha soledad, y dos
abluciones por día para poder sentirnos limpios aunque no lo estuviéramos.
Después, se llegaba a la etapa en que nos preguntábamos si no estaríamos,
simplemente, matando el tiempo hasta que el tiempo nos matara.
A todo esto, aparece Milo Frohm, alto agente del FBI, que
instruye a Desmond sobre la injerencia de la razón de estado en el mundo de los
negocios:
—... Nuestro
Departamento de Estado está de malas con los europeos porque están haciendo
contratos petroleros separados con los árabes. Los israelíes están resentidos
con los europeos porque los franceses y los noruegos han anulado su red de
espionaje y su sistema de información contra los terroristas. También están
resentidos con nosotros, porque se imaginan que hemos cedido demasiado en las
negociaciones para el alto el fuego. Este es el fondo contra el cual tienen que
ver ustedes su situación con Basil Yanko. Políticamente, para nosotros ha sido
útil; nos abrió accesos a Europa; consiguió atraer el dinero y la buena
voluntad de los árabes hacia nuestro país en vez de hacia Europa. Esto es alta
política y negocio a lo grande, lo que significa cierta cantidad de basura que
hay que esconder bajo la alfombra. Nosotros lo sabemos y, lamentablemente, lo
aceptamos si resulta y ponemos el grito en el cielo en caso contrario. Desde el
punto de vista político nos encantaría que Yanko pudiera comprar su compañía.
En realidad, nos fastidia enormemente que haya jugado un juego demasiado duro y
que usted se haya mostrado demasiado hábil, con lo que cada día aparece un
nuevo trapito al sol. En una palabra, señor Arlequín, ha provocado usted un
escándalo de primera en un momento en que, para nosotros, es llover sobre
mojado...
Si bien va tocando los grandes temas de los años 70 (el
terrorismo, las turbulencias financieras, la desilusión con el sistema), Arlequín es un relato bastante
intimista, una búsqueda interior de la paz y de la felicidad a pesar de todo.
Cerca del final, ayudado por una violenta treta ideada por Bogdanovich,
Arlequín le gana la partida a Yanko; debería ser el tiempo de festejar, pero el
banquero hace una jugada digna de su apellido, dejando abierta la puerta para
que el juego no se detenga. Mientras Desmond transitó durante la narración un
camino hacia la conciencia ética y la aceptación de la felicidad, su jefe, de
manera opaca, hizo suya la pulsión de destrucción, propia y la de sus
allegados. Un final sorprendente para una novela ligera.
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