Autor: Morris West (1916-1999)
Título
original: Harlequin
(1974)
Traducción: Marta I. Guastavino
Cubierta: Víctor Viano
Editor: Plaza & Janés Editores (Barcelona)
Edición: 1ª ed.
Fecha
de edición: 1981-09
Serie: Los jet de Plaza & Janés #1
ISBN: 978-84-01-49001-9 (84-01-49001-4)
Depósito
legal: B. 30.492-1981
Estructura: 10 capítulos
Información
sobre impresión:
GRÁFICAS
GUADA, S.A. - Virgen de Guadalupe, 33
Esplugues
de Llobregat (Barcelona)
Información
de contracubierta:
¿Puede
un hombre, en una sociedad sin ley, tomarse la justicia por su mano? Esta
violenta novela del autor de “El abogado del diablo” y de “Las sandalias del
pescador” hace penetrar al lector en la jungla de las empresas multinacionales.
Y el panorama resulta fascinante.
MI COMENTARIO:
La novela gira en torno de tres personajes:
George Arlequín, un banquero suizo que vive y atiende sus negocios en Nueva
York; Paul Desmond, su asistente de origen australiano; y Basil Yanko, dueño de
Creative Systems, una empresa informática que brinda sus servicios al mundo de
las finanzas. Yanko hace una oferta agresiva para comprar el banco de Arlequín,
propuesta que éste rechaza: existe la sospecha que Yanko quiere beneficiar a
grupos árabes vinculados al terrorismo. Se genera un conflicto de intereses que
termina con el asesinato de varias personas, entre ellas la esposa del
banquero, que lleva a la contratación de Aaron Bogdanovich, un aparente
vendedor de flores que trabaja para la inteligencia israelí.
La novela tiene un valor histórico por mostrar
la incipiente introducción de la informática en los grandes negocios y el clima
de cinismo y desconfianza de los 70, con el escándalo Watergate todavía
caliente. Sus partes más interesantes son los pasajes donde West da cuenta de
ese ambiente de desilusión y miedo. Por ejemplo, así describe Arlequín las
actividades de Yanko:
—[...]
Los proyectos más importantes de Creative Systems, lo que más le interesan
personalmente a Yanko, se refieren a dos campos relacionados: la documentación
policial y lo que cortésmente se llama control urbano. De lo que efectivamente
se habla es de la supervisión, documentación, control estratégico y
manipulación de enormes masas de personas en todos los continentes del globo.
La instrumentación ya existe, el personal ya se está entrenando, los sistemas
existentes se están ampliando y mejorando. No se utilizan simplemente contra
los criminales, sino contra disidentes políticos y, más aún, para decidir
diariamente al destino de la gente común. Conducen inevitablemente al terror, a
la represión, al contra-terror y a las cámaras de tortura. La compañía que
proyecta tales sistemas está en una situación de inmenso poder y privilegio en
todas las jurisdicciones, incluso bajo regímenes y sistemas opuestos. Ahora
bien, si una compañía así puede ingresar en el mercado internacional del
dinero, si puede manipular divisas y créditos, entonces tenemos un imperio que
cabalga sobre todas las fronteras geográficas... Hace mucho tiempo que veo
evolucionar esta situación. El año pasado hablé sobre esto en una reunión de
banqueros, en Londres. Procuré establecer la distinción entre el uso legítimo
de la computación y aquellos otros que constituyen una amenaza a la libertad
personal. Creo que el discurso se comentó mucho. Yo lo hice imprimir para que
circulara entre los amigos, pero no todos lo acogieron bien. Un ejemplar le fue
enviado a Yanko, quien jamás acusó el recibo. Ahora pienso que eso determinó su
actual estrategia contra la Compañía y contra mí.
En un mundo de desengaño, la figura de
Bogdanovich aparece como un faro en la noche:
Era
consentir con la locura, y yo lo sabía; pero en un mundo de lunáticos, los
locos estaban más seguros que los cuerdos. Estaban acostumbrados al caos,
esperaban lo monstruoso: bombas en la correspondencia, veneno en el agua, niños
decapitados en la calle, asesinatos en masa a manos de generales. Sabían que a
la gente le disparan en los aeropuertos, la violan en los ascensores, la
torturan profesionales pagados con dineros públicos. Era tan normal que los
presidentes mintieran como que los policías fueran perjuros y las compañías
telefónicas patrocinaran revoluciones.
En el
contexto de la insania colectiva, Aaron Bogdanovich era el más razonable de los
hombres. La fría matemática por la cual se regía era el único sistema viable en
un mundo de conflicto ético y donde la ley era imposible de respetar. Si Dios
no existía, o se iba de viaje por demasiado tiempo, sus reemplazantes lógicos
eran Aaron Bogdanovich y los de su especie. Hasta en el infierno había que
mantener el orden, y el terror era el más refinado de los instrumentos. No era
necesario usarlo con demasiada frecuencia; bastaba con exhibirlo mediante
constantes amenazas y algún ocasional ejemplo sangriento. El único recurso
contra él era un terror más intenso. Finalmente la Humanidad tenía que someterse,
aunque no fuera más que para vivir en paz bajo la clara luz de un gélido
desierto. Era una lógica de pesadilla, pero una vez aceptadas las premisas, era
imposible eludir la conclusión.
La novela va centrándose cada vez más en Paul
Desmond, sus dudas y miedos, su enamoramiento de la secretaria de Arlequín, sus
reflexiones:
No hacía
falta un ejercicio lógico muy exhaustivo para llegar a la conclusión de que
finalmente había que perder. La edad se adueñaba insidiosamente de uno, lo
rodeaban jóvenes valientes ávidos de triunfo. El dinero se convertía en un
monstruo enloquecido que se mordía la cola, que se autodevoraba hasta
extinguirse. La propiedad era algo que se hipotecaba para conseguir crédito
para comprar más propiedades para hipotecarlas y hacer más compras, para
capitalizarse finalmente por si la tortuosa ruta llegaba a un callejón sin
salida. Estábamos todos condenados a la eterna noria: un poco de vigilia, un
poco de sueño, una catarsis por el terror y la piedad, un poco de amor, mucha
soledad, y dos abluciones por día para poder sentirnos limpios aunque no lo
estuviéramos. Después, se llegaba a la etapa en que nos preguntábamos si no
estaríamos, simplemente, matando el tiempo hasta que el tiempo nos matara.
A todo esto, aparece Milo Frohm, alto agente
del FBI, que instruye a Desmond sobre la injerencia de la razón de estado en el
mundo de los negocios:
—...
Nuestro Departamento de Estado está de malas con los europeos porque están
haciendo contratos petroleros separados con los árabes. Los israelíes están
resentidos con los europeos porque los franceses y los noruegos han anulado su
red de espionaje y su sistema de información contra los terroristas. También
están resentidos con nosotros, porque se imaginan que hemos cedido demasiado en
las negociaciones para el alto el fuego. Este es el fondo contra el cual tienen
que ver ustedes su situación con Basil Yanko. Políticamente, para nosotros ha
sido útil; nos abrió accesos a Europa; consiguió atraer el dinero y la buena
voluntad de los árabes hacia nuestro país en vez de hacia Europa. Esto es alta
política y negocio a lo grande, lo que significa cierta cantidad de basura que
hay que esconder bajo la alfombra. Nosotros lo sabemos y, lamentablemente, lo
aceptamos si resulta y ponemos el grito en el cielo en caso contrario. Desde el
punto de vista político nos encantaría que Yanko pudiera comprar su compañía.
En realidad, nos fastidia enormemente que haya jugado un juego demasiado duro y
que usted se haya mostrado demasiado hábil, con lo que cada día aparece un
nuevo trapito al sol. En una palabra, señor Arlequín, ha provocado usted un
escándalo de primera en un momento en que, para nosotros, es llover sobre
mojado...
Si bien va tocando los grandes temas de los
años 70 (el terrorismo, las turbulencias financieras, la desilusión con el
sistema), Arlequín es un relato
bastante intimista, una búsqueda interior de la paz y de la felicidad a pesar
de todo. Cerca del final, ayudado por una violenta treta ideada por
Bogdanovich, Arlequín le gana la partida a Yanko; debería ser el tiempo de
festejar, pero el banquero hace una jugada digna de su apellido, dejando
abierta la puerta para que el juego no se detenga. Mientras Desmond transitó
durante la narración un camino hacia la conciencia ética y la aceptación de la
felicidad, su jefe, de manera opaca, hizo suya la pulsión de destrucción,
propia y la de sus allegados. Un final sorprendente para una novela ligera.
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